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El Emperador ha Vuelto/El Regreso del Emperador

Una antigua leyenda despierta en el desierto de Shurima. Las arenas infinitas susurran sobre el misterioso regreso de Azir, el emperador ancestral.

El recuerdo del ancestral imperio que hizo florecer el desierto está entrelazado con leyendas de orgullo y traición, susurros que hablan de los tesoros y el poder que quedaron enterrados cuando la ciudad se hundió bajo las dunas.

Mientras se desangra sobre las arenas ardientes, Sivir se arrastra poco a poco hacia un descubrimiento que cambiará todo lo que sabe sobre ella misma... y que transformará el curso de la historia.

-La voluntad de Shurima es mía.

-¿Qué es el desierto sino las cenizas de mis enemigos?

Una leyenda antigua se deja escuchar en el desierto de Shurima. Las arremolinadas arenas cuentan el misterioso regreso de un emperador ancestral llamado Azir.

Leyendas de arrogancia y traición se arremolinan sobre las ruinas de un antiguo imperio que hizo el desierto florecer. Se murmura que hay tesoros y un gran poder sepultados bajo las dunas que devoraron la ciudad.

Mientras Sivir riega con su sangre las candentes arenas, se aproxima cada vez más a un descubrimiento que cambiará todo lo que sabe acerca de sí misma... y el curso de la historia.

-La voluntad de Shurima es mía.

-¿Y qué es el desierto sino las cenizas de mis enemigos?

El Alzamiento del Ascendido/El Resurgir del Ascendido

Azir, un mortal que acabó cegado por su propio orgullo, acaba de regresar como una criatura ascendida, dueña de un incontestable poder sobre las ardientes arenas. Su ambición es restaurar la antigua gloria de Shurima, pero algunos cuestionan su derecho a gobernar. Lo que nadie puede cuestionar, sin embargo, es su poder.

Azir, un antiguo mortal que pagó caro su orgullo, acaba de regresar como una criatura ascendida, dueña de un incontestable poder sobre las ardientes arenas. Su ambición es restaurar la antigua gloria de Shurima, pero algunos cuestionan su derecho a gobernar. Lo que nadie puede cuestionar, sin embargo, es su poder.

¡Hacia Shurima!

Azir, emperador de Shurima en un pasado remoto, fue un hombre orgulloso que estuvo a punto de alcanzar la inmortalidad. Dominado por la arrogancia, fue traicionado y asesinado en la hora de su mayor triunfo, pero ahora, milenios después, ha renacido como un ser Ascendido de inmenso poder. Su enterrada ciudad ha resurgido en medio de las arenas y Azir está decidido a restaurar la antigua gloria de Shurima.

Hace miles de años, el imperio de Shurima era un enorme conglomerado de estados vasallos, conquistados por unos guerreros prácticamente invencibles conocidos como Ascendidos. Gobernada por un emperador ambicioso y sediento de poder, Shurima era el mayor reino de su tiempo, una tierra fértil y bendecida por el sol que brillaba desde un gran disco dorado que flotaba sobre el gran templo de su capital.

Azir, el hijo más joven y menos amado por el emperador, nunca estuvo destinado a la grandeza. Con tantos hermanos mayores, era imposible que ascendiese al trono. Lo más probable era que terminase ocupando un puesto de sacerdote o como gobernador de alguna provincia remota. Era un muchacho esbelto y estudioso que dedicaba más tiempo a examinar los volúmenes de la gran biblioteca de Nasus que a aprender a combatir bajo la tutela del héroe Ascendido, Renekton.

En medio de aquel laberinto de pergaminos, volúmenes y tablillas, Azir conoció a un joven esclavo que visitaba la biblioteca casi a diario en busca de libros para su amo y señor. En Shurima los esclavos no podían tener nombres, pero al entablar amistad con el muchacho, Azir decidió quebrantar esta ley y bautizarlo como Xerath, nombre que significa el que comparte. Nombró a Xerath su esclavo personal —aunque sin ponerlo nunca en peligro usando su nombre en público— y, a partir de entonces, los dos muchachos, impulsados por un mismo amor a la historia, comenzaron a estudiar el pasado de Shurima y su largo linaje de héroes Ascendidos.

Durante uno de los viajes anuales por el imperio junto a su familia y a Renekton, la caravana real se detuvo en un conocido oasis para pernoctar. Azir y Xerath se escabulleron en mitad de la noche para ir a dibujar mapas del firmamento, como los que habían estudiado en la gran biblioteca. Mientras trazaban las constelaciones sobre el pergamino, la caravana fue atacada por un grupo de asesinos enviados por los enemigos del emperador. Uno de los asesinos encontró a los dos muchachos en el desierto y, cuando se disponía a rebanarle el cuello a Azir, Xerath intervino arrojándose sobre él. En la pelea que se produjo a continuación, Azir logró sacar su daga y clavársela a su enemigo en la garganta.

Azir le quitó la espada al muerto y corrió de vuelta al oasis, pero al llegar los asesinos ya habían sido derrotados. Renekton había protegido al emperador y acabado con sus atacantes, pero todos los hermanos de Azir estaban muertos. Azir le contó a su padre lo que había hecho Xerath y le pidió que recompensase al esclavo, pero sus palabras cayeron en saco roto. A los ojos del emperador, el chico era un esclavo indigno de su atención, pero Azir juró que, algún día, Xerath y él serían hermanos.

El emperador regresó a la capital, acompañado por un Azir que, a sus quince años, se había convertido en el nuevo heredero al trono. Una vez allí, desató una implacable carnicería contra quienes creía que habían contratado a los asesinos. Shurima pasó años sumida en un torbellino de paranoia y sangre en el que cualquier sospechoso de traición era blanco de la ira del emperador. La vida de Azir pendía de un hilo, a pesar de que era el heredero al trono. Su padre lo detestaba (habría preferido mil veces que muriera él en lugar de sus hermanos), y la reina aún era lo bastante joven como para concebir.

Azir empezó a entrenarse en el arte de la lucha, puesto que el ataque del oasis había puesto de manifiesto lo indefenso que estaba. Renekton se encargó de la tarea de entrenar al joven príncipe y, bajo su tutela, Azir aprendió a portar el escudo y la lanza, a comandar guerreros y a interpretar el mudable curso de los acontecimientos en el campo de batalla. Pero además, el joven heredero encumbró a Xerath, su único confidente, y lo convirtió en su mano derecha. Para que pudiera servirlo mejor, le encargó que buscase el conocimiento allá donde pudiera encontrarlo.

Pasaron los años, pero la reina no logró llevar a buen puerto ninguno de sus alumbramientos. Todos los niños que concibió perecieron antes de nacer. Mientras la reina siguiese sin tener descendencia, Azir estaría relativamente a salvo. En la corte no faltaban quienes creían que se trataba de una maldición y algunos de ellos mencionaban entre murmullos el nombre del joven heredero como responsable. Pero Azir proclamaba su inocencia siempre que tenía ocasión e incluso llegó a ordenar la ejecución de algunos que se habían atrevido a lanzar estas acusaciones abiertamente.

Por fin, la reina dio a luz a un varón sano, pero la misma noche de su alumbramiento, una terrible tormenta se desató sobre Shurima. Los aposentos de la reina fueron azotados una vez tras otra por poderosos relámpagos, hasta que estalló un incendio que se cobró las vidas de la esposa del emperador y de su hijo recién nacido. Algunos decían que el emperador, al enterarse de la noticia, había enloquecido de pesar y se había quitado la vida, pero no tardó en propagarse el rumor de que lo habían encontrado en el suelo del palacio, junto a sus guardias, totalmente carbonizado.

Su muerte fue un golpe devastador para Azir, pero el imperio necesitaba un soberano, así que, con Xerath a su lado, tomó las riendas del reino de Shurima. A lo largo de la década siguiente amplió sus fronteras y gobernó con mano inflexible aunque justa. Instituyó una serie de reformas para mejorar las vidas de los esclavos y, en privado, trazó un plan para derribar varios milenios de tradición y liberarlos a todos. Lo mantuvo en secreto, sin revelarlo siquiera a Xerath, con quien la cuestión de la esclavitud se convertiría en la manzana de la discordia. El imperio se había levantado sobre las espaldas de la esclavitud y muchas de sus grandes familias dependían del trabajo de los esclavos para mantener su riqueza y su poder. Una institución tan monolítica no se podía derribar de la noche a la mañana y Azir sabía que sus planes estarían abocados al fracaso si se hacían públicos. A pesar de su deseo de adoptar a Xerath como hermano, no podía hacerlo hasta el día en que fueran libres todos los esclavos de Shurima.

Durante aquellos años, Xerath lo protegió de sus rivales políticos y dirigió la expansión del imperio. Azir se casó y tuvo numerosos hijos, algunos en el seno del matrimonio y otros fruto de encuentros fugaces con esclavas y muchachas del harén. Xerath alimentaba los sueños del emperador de crear el mayor imperio de la historia. Pero también convenció a su señor de que, para convertirse en el amo del mundo, debía ser prácticamente invencible, un dios entre los hombres... un ser Ascendido.

En la cúspide del poder del imperio, Azir anunció al mundo que se sometería al ritual de la Ascensión y que había llegado la hora de unirse a Nasus, Renekton y sus gloriosos antecesores. No fueron pocos los que cuestionaron esta decisión. La Ascensión era un ritual muy peligroso, que solo estaba al alcance de quienes habían consagrado su vida al servicio de Shurima, como recompensa por una vida de diligencia. Decidir quién debía ser bendecido con la Ascensión era prerrogativa de los Sacerdotes del Sol, y al otorgarse el honor a sí mismo, el emperador cometía un pecado de grave arrogancia. Pero Azir no se dejó disuadir, pues su orgullo había crecido en paralelo a su imperio, así que les ordenó que cumplieran sus órdenes so pena de muerte.

Finalmente, llegó el día del ritual, y Azir marchó hacia el Estrado de la Ascensión, flanqueado por miles de sus guerreros y decenas de miles de sus súbditos. Los hermanos Renekton y Nasus estaban ausentes, pues Xerath los había enviado a enfrentarse a una amenaza, pero ni esto convenció a Azir de desistir del que consideraba su gran destino. Ascendió hasta el gran disco dorado que coronaba el templo en pleno corazón de la ciudad y entonces, instantes antes de que los Sacerdotes del Sol iniciaran el ritual, se volvió hacia Xerath y le dio la libertad. Y no solo a él, sino a todos los esclavos…

Xerath enmudeció de asombro, pero Azir no había terminado aún. Abrazó a Xerath y lo proclamó su hermano eterno, como había prometido muchos años antes. Mientras los Sacerdotes iniciaban el ritual para convocar el fabuloso poder del sol, Azir se dio la vuelta. Pero no era consciente de que, en su búsqueda de conocimiento, Xerath había estudiado algo más que filosofía e historia. También había aprendido las oscuras artes de la brujería, mientras en su interior anidaba un deseo de libertad que crecía como un tumor para convertirse en ardiente odio.

Al llegar el momento cumbre del ritual, el antiguo esclavo liberó su poder y Azir salió despedido del disco. Sin la protección de sus runas, el emperador se vio consumido por los rayos del sol, al mismo tiempo que Xerath ocupaba su lugar. La luz inundó al mago de poder y, mientras su cuerpo mortal comenzaba a transformarse, profirió un rugido de triunfo.

Pero la magia del ritual no estaba destinada a Xerath y no era posible desviar el asombroso poder de las energías celestiales sin desencadenar graves consecuencias. El poder del ritual de Ascensión, en una terrible explosión, devastó Shurima y dejó la ciudad en ruinas. Sus habitantes desaparecieron, transformados en cenizas, y sus altísimos palacios se desmoronaron mientras se alzaban las arenas del desierto para tragarse la ciudad. El Disco Solar se hundió y lo que había tardado siglos en levantarse se trasformó en ruinas en un solo instante, por culpa de la ambición desmedida de un hombre y el odio errado de otro. Lo único que quedó de la ciudad de Azir fueron ruinas sepultadas bajo la arena y los ecos de los gritos de sus habitantes en los vientos de la noche.

Azir no vio lo que sucedía. Para él solo existía la nada. Sus últimos recuerdos eran de fuego y dolor. No sabía nada de lo que le había ocurrido sobre el templo, ni lo que había sido de su imperio. Permaneció sumido en un olvido atemporal hasta que, milenios después de la ruina de Shurima, la sangre de su último descendiente, al derramarse sobre las ruinas del templo, lo resucitó. Renació, aunque incompleto; un cuerpo que era poco más que polvo animado y dotado de forma, cohesionado por los últimos vestigios de una voluntad indomable.

Poco a poco fue recobrando la forma corpórea y, al vagar por las ruinas, se encontró con el cadáver de una mujer con una traicionera daga en la espalda. No la conocía, pero reconoció en sus facciones un eco distante de su linaje. Todo pensamiento sobre imperios y poder se borró de su mente al levantar el cuerpo de aquella hija de Shurima y llevarla a lo que antaño fuese el Oasis del Alba. El oasis estaba seco, pero al acercarse Azir, su lecho rocoso empezó a llenarse de agua cristalina. El emperador sumergió el cuerpo en las aguas restauradoras del oasis, que se llevaron la sangre sin dejar más que una cicatriz casi invisible allí donde la hoja se había hundido en la carne.

Y con este acto de generosidad, Azir se vio alzado por una columna de fuego mientras la magia de Shurima lo rehacía, transformándolo en la criatura Ascendida que estaba destinado a ser. Los inmortales rayos del sol lo envolvieron, revestido por una magnífica armadura con forma de halcón, y le otorgaron el poder de gobernar las mismísimas arenas. Alzó los brazos y la ciudad en ruinas se sacudió el polvo de los siglos que había pasado bajo el desierto para alzarse de nuevo. El disco solar se elevó en el cielo una vez más y las aguas curativas, siguiendo las órdenes del emperador, fluyeron entre los templos y volvieron a salir a la luz.

Azir subió los peldaños del renovado templo solar y convocó los vientos del desierto para que recreasen los últimos momentos de la ciudad. Unos fantasmas hechos de arena recrearon su destrucción, tal como había sucedido hacía una eternidad, y Azir, con horror, presenció la traición de Xerath. Sus ojos se llenaron de lágrimas al contemplar el asesinato de su familia, la caída de su imperio y el robo de su poder. Solo ahora, milenios más tarde, comprendía al fin la profundidad del odio que su antiguo amigo y aliado había albergado en su interior. Con el poder y la clarividencia de un ser Ascendido, pudo percibir la presencia de Xerath en otra parte del mundo y convocó un ejército de guerreros de arena, que marcharía al lado de su renacido emperador. Bajo el sol que brillaba desde el disco dorado, Azir lanzó un poderoso juramento:

¡Reclamaré mis tierras y recuperaré lo que era mío!

"Shurima fue antaño la joya de Runaterra. Gracias a mí, volverá a serlo".

~ Azir

Azir, emperador de Shurima en un pasado remoto, fue un hombre orgulloso que estuvo a punto de alcanzar la inmortalidad. Dominado por la arrogancia, fue traicionado y asesinado en la hora de su mayor triunfo, pero ahora, milenios después, ha renacido como un ser Ascendido de inmenso poder. Su enterrada ciudad ha resurgido en medio de las arenas y Azir está decidido a restaurar la antigua gloria de Shurima.

Hace miles de años, el imperio de Shurima era un enorme conglomerado de estados vasallos, conquistados por guerreros prácticamente invencibles conocidos como Ascendidos. Gobernada por un emperador ambicioso y sediento de poder, Shurima era el mayor reino de su tiempo, una tierra fértil y bendecida por el sol que brillaba desde un gran disco dorado que flotaba sobre el gran templo de su capital.

Azir, el hijo más joven y menos amado por el emperador, nunca estuvo destinado a la grandeza. Con tantos hermanos mayores, era imposible que ascendiese al trono. Lo más probable era que terminara ocupando un puesto de sacerdote o como gobernador de alguna provincia remota. Era un muchacho esbelto y estudioso que dedicaba más tiempo a examinar los volúmenes de la gran biblioteca de Nasus que a aprender a combatir bajo la tutela del héroe Ascendido, Renekton.

En medio de aquel laberinto de pergaminos, volúmenes y tablillas, Azir conoció a un joven esclavo que visitaba la biblioteca casi a diario en busca de libros para su amo y señor. En Shurima los esclavos no podían tener nombres, pero al entablar amistad con el muchacho, Azir decidió quebrantar esta ley y bautizarlo como Xerath, nombre que significa el que comparte. Nombró a Xerath su esclavo personal —aunque sin ponerlo nunca en peligro usando su nombre en público— y, a partir de entonces, los dos muchachos, impulsados por un mismo amor a la historia, comenzaron a estudiar el pasado de Shurima y su largo linaje de héroes Ascendidos.

Durante uno de los viajes anuales por el imperio junto a su familia y a Renekton, la caravana real se detuvo en un conocido oasis para pernoctar. Azir y Xerath se escabulleron en mitad de la noche para ir a dibujar mapas del firmamento, como los que habían estudiado en la gran biblioteca. Mientras trazaban las constelaciones sobre el pergamino, la caravana fue atacada por un grupo de asesinos enviados por los enemigos del emperador. Uno de los asesinos encontró a los dos muchachos en el desierto y, cuando se disponía a rebanarle el cuello a Azir, Xerath intervino arrojándose sobre él. En la pelea que se produjo a continuación, Azir logró sacar su daga y clavársela a su enemigo en la garganta.

Azir le quitó la espada al muerto y corrió de vuelta al oasis, pero al llegar los asesinos ya habían sido derrotados. Renekton había protegido al emperador y acabado con sus atacantes, pero todos los hermanos de Azir estaban muertos. Azir le contó a su padre lo que había hecho Xerath y le pidió que recompensara al esclavo, pero sus palabras cayeron en saco roto. A los ojos del emperador, el chico era un esclavo indigno de su atención, pero Azir juró que, algún día, Xerath y él serían hermanos.

El emperador regresó a la capital, acompañado por un Azir que, a sus quince años, se había convertido en el nuevo heredero al trono. Una vez allí, desató una implacable carnicería contra quienes creía que habían contratado a los asesinos. Shurima pasó años sumida en un torbellino de paranoia y sangre en el que cualquier sospechoso de traición era blanco de la ira del emperador. La vida de Azir pendía de un hilo, a pesar de que era el heredero al trono. Su padre lo detestaba (habría preferido mil veces que muriera él en lugar de sus hermanos), y la reina aún era lo bastante joven como para concebir.

Azir empezó a entrenarse en el arte de la lucha, puesto que el ataque del oasis había puesto de manifiesto lo indefenso que estaba. Renekton se encargó de la tarea de entrenar al joven príncipe y, bajo su tutela, Azir aprendió a portar el escudo y la lanza, a comandar guerreros y a interpretar el mudable curso de los acontecimientos en el campo de batalla. Pero además, el joven heredero encumbró a Xerath, su único confidente, y lo convirtió en su mano derecha. Para que pudiera servirlo mejor, le encargó que buscara el conocimiento allá donde pudiese encontrarlo.

Pasaron los años, pero la reina no logró llevar a buen puerto ninguno de sus alumbramientos. Todos los niños que concibió perecieron antes de nacer. Mientras la reina siguiera sin tener descendencia, Azir estaría relativamente a salvo. En la corte no faltaban quienes creían que se trataba de una maldición y algunos de ellos mencionaban entre murmullos el nombre del joven heredero como responsable. Pero Azir proclamaba su inocencia siempre que tenía ocasión e incluso llegó a ordenar la ejecución de algunos que se habían atrevido a lanzar estas acusaciones abiertamente.

Por fin, la reina dio a luz a un varón sano, pero la misma noche de su alumbramiento, una terrible tormenta se desató sobre Shurima. Los aposentos de la reina fueron azotados una vez tras otra por poderosos relámpagos, hasta que estalló un incendio que se cobró las vidas de la esposa del emperador y de su hijo recién nacido. Algunos decían que el emperador, al enterarse de la noticia, había enloquecido de pesar y se había quitado la vida, pero no tardó en propagarse el rumor de que lo habían encontrado en el suelo del palacio, junto a sus guardias, totalmente carbonizado.

Su muerte fue un golpe devastador para Azir, pero el imperio necesitaba un soberano, así que, con Xerath a su lado, tomó las riendas del reino de Shurima. A lo largo de la década siguiente amplió sus fronteras y gobernó con mano inflexible aunque justa. Instituyó una serie de reformas para mejorar las vidas de los esclavos y, en privado, trazó un plan para derribar varios milenios de tradición y liberarlos a todos. Lo mantuvo en secreto, sin revelarlo siquiera a Xerath, con quien la cuestión de la esclavitud se convertiría en la manzana de la discordia. El imperio se había levantado sobre las espaldas de la esclavitud y muchas de sus grandes familias dependían del trabajo de los esclavos para mantener su riqueza y su poder. Una institución tan monolítica no se podía derribar de la noche a la mañana y Azir sabía que sus planes estarían abocados al fracaso si se hacían públicos. A pesar de su deseo de adoptar a Xerath como hermano, no podía hacerlo hasta el día en que fueran libres todos los esclavos de Shurima.

Durante aquellos años, Xerath lo protegió de sus rivales políticos y dirigió la expansión del imperio. Azir se casó y tuvo numerosos hijos, algunos en el seno del matrimonio y otros fruto de encuentros fugaces con esclavas y muchachas del harén. Xerath alimentaba los sueños del emperador de crear el mayor imperio de la historia. Pero también convenció a su señor de que, para convertirse en el amo del mundo, debía ser prácticamente invencible, un dios entre los hombres... un ser Ascendido.

En la cúspide del poder del imperio, Azir anunció al mundo que se sometería al ritual de la Ascensión y que había llegado la hora de unirse a Nasus, Renekton y sus gloriosos antecesores. No fueron pocos los que cuestionaron esta decisión. La Ascensión era un ritual muy peligroso, que solo estaba al alcance de quienes habían consagrado su vida al servicio de Shurima, como recompensa por una vida de diligencia. Decidir quién debía ser bendecido con la Ascensión era prerrogativa de los Sacerdotes del Sol, y al otorgarse el honor a sí mismo, el emperador cometía un pecado de grave arrogancia. Pero Azir no se dejó disuadir, pues su orgullo había crecido en paralelo a su imperio, así que les ordenó que cumplieran sus órdenes so pena de muerte.

Finalmente, llegó el día del ritual, y Azir marchó hacia el Estrado de la Ascensión, flanqueado por miles de sus guerreros y decenas de miles de sus súbditos. Los hermanos Renekton y Nasus estaban ausentes, pues Xerath los había enviado a enfrentarse a una amenaza, pero ni esto convenció a Azir de desistir del que consideraba su gran destino. Ascendió hasta el gran disco dorado que coronaba el templo en pleno corazón de la ciudad y entonces, instantes antes de que los Sacerdotes del Sol iniciaran el ritual, se volvió hacia Xerath y le dio la libertad. Y no solo a él, sino a todos los esclavos…

Xerath enmudeció de asombro, pero Azir no había terminado aún. Abrazó a Xerath y lo proclamó su hermano eterno, como había prometido muchos años antes. Mientras los Sacerdotes iniciaban el ritual para convocar el fabuloso poder del sol, Azir se dio la vuelta. Pero no era consciente de que, en su búsqueda de conocimiento, Xerath había estudiado algo más que filosofía e historia. También había aprendido las oscuras artes de la brujería, mientras en su interior anidaba un deseo de libertad que crecía como un tumor para convertirse en ardiente odio.

Al llegar el momento cumbre del ritual, el antiguo esclavo liberó su poder y Azir salió despedido del disco. Sin la protección de sus runas, el emperador se vio consumido por los rayos del sol, al mismo tiempo que Xerath ocupaba su lugar. La luz inundó al mago de poder y, mientras su cuerpo mortal comenzaba a transformarse, profirió un rugido de triunfo.

Pero la magia del ritual no estaba destinada a Xerath y no era posible desviar el asombroso poder de las energías celestiales sin desencadenar graves consecuencias. El poder del ritual de Ascensión, en una terrible explosión, devastó Shurima y dejó la ciudad en ruinas. Sus habitantes desaparecieron, transformados en cenizas, y sus altísimos palacios se desmoronaron mientras se alzaban las arenas del desierto para tragarse la ciudad. El Disco Solar se hundió y lo que había tardado siglos en levantarse se trasformó en ruinas en un solo instante, por culpa de la ambición desmedida de un hombre y el odio errado de otro. Lo único que quedó de la ciudad de Azir fueron ruinas sepultadas bajo la arena y los ecos de los gritos de sus habitantes en los vientos de la noche.

Azir no vio lo que sucedía. Para él solo existía la nada. Sus últimos recuerdos eran de fuego y dolor. No sabía nada de lo que le había ocurrido sobre el templo, ni lo que había sido de su imperio. Permaneció sumido en un olvido atemporal hasta que, milenios después de la ruina de Shurima, la sangre de su último descendiente, al derramarse sobre las ruinas del templo, lo resucitó. Renació, aunque incompleto; un cuerpo que era poco más que polvo animado y dotado de forma, cohesionado por los últimos vestigios de una voluntad indomable.

Poco a poco fue recobrando la forma corpórea y, al vagar por las ruinas, se encontró con el cadáver de una mujer con una traicionera daga en la espalda. No la conocía, pero reconoció en sus facciones un eco distante de su linaje. Todo pensamiento sobre imperios y poder se borró de su mente al levantar el cuerpo de aquella hija de Shurima y llevarla a lo que antaño era el Oasis del Alba. El oasis estaba seco, pero al acercarse Azir, su lecho rocoso empezó a llenarse de agua cristalina. El emperador sumergió el cuerpo en las aguas restauradoras del oasis, que se llevaron la sangre sin dejar más que una cicatriz casi invisible allí donde la hoja se había hundido en la carne.

Y con este acto de generosidad, Azir se vio alzado por una columna de fuego mientras la magia de Shurima lo rehacía, transformándolo en la criatura Ascendida que estaba destinado a ser. Los inmortales rayos del sol lo envolvieron, revestido por una magnífica armadura con forma de halcón, y le otorgaron el poder de gobernar las mismísimas arenas. Alzó los brazos y la ciudad en ruinas se sacudió el polvo de los siglos que había pasado bajo el desierto para alzarse de nuevo. El disco solar se elevó en el cielo una vez más y las aguas curativas, siguiendo las órdenes del emperador, fluyeron entre los templos y volvieron a salir a la luz.

Azir subió los peldaños del renovado templo solar y convocó los vientos del desierto para que recrearan los últimos momentos de la ciudad. Unos fantasmas hechos de arena recrearon su destrucción, tal como había sucedido hacía una eternidad, y Azir, con horror, presenció la traición de Xerath. Sus ojos se llenaron de lágrimas al contemplar el asesinato de su familia, la caída de su imperio y el robo de su poder. Solo ahora, milenios más tarde, comprendía al fin la profundidad del odio que su antiguo amigo y aliado había albergado en su interior. Con el poder y la clarividencia de un ser Ascendido, pudo percibir la presencia de Xerath en otra parte del mundo y convocó un ejército de guerreros de arena, que marcharía al lado de su renacido emperador. Bajo el sol que brillaba desde el disco dorado, Azir lanzó un poderoso juramento:

¡Reclamaré mis tierras y recuperaré lo que era mío!

Shurima fue alguna vez la gloria de Runaterra. Me encargaré de que lo vuelva a ser.

~ Azir

Alzado

Azir caminaba sobre los dorados adoquines del Camino del Emperador. Las inmensas estatuas de los primeros señores de Shurima —sus antepasados— lo contemplaban.

La luz suave y umbría del primer amanecer envolvía la ciudad. Las estrellas más grandes seguían brillando en el cielo, aunque la salida del sol no tardaría en enmascarar su luz. El firmamento nocturno no era como Azir lo recordaba. Las estrellas y las constelaciones no estaban en su sitio. Habían pasado milenios.

A cada paso que daba, la gruesa vara imperial repicaba con una solitaria nota, cuyo eco resonaba entre las vacías calles de la capital.

La última vez que recorriese aquel camino, una guardia de honor de 10 000 guerreros de élite lo seguía y los gritos de aliento de la multitud habían sacudido la ciudad. Iba a ser su gran momento de gloria… y se lo habían arrebatado.

Ahora era solo una ciudad de fantasmas. ¿Qué había sido de su pueblo?

Con un gesto autoritario, ordenó a las arenas que había junto al camino que se alzasen y formasen estatuas vivientes. Era una visión del pasado, los ecos de Shurima dotados de forma.

Las figuras de arena miraban hacia delante, hacia el inmenso disco solar que flotaba sobre el Estrado de la Ascensión, a media legua de distancia. Seguía allí, proclamando la gloria y el poder del imperio de Azir aunque no quedase nadie para verlo. La hija de Shurima que lo había despertado, última custodia de su linaje, había desaparecido. La sintió en el desierto. Estaban unidos por la sangre.

Mientras seguía avanzando por el Camino del Emperador, las réplicas de arena de sus súbditos señalaron el disco solar y sus expresiones de dicha se transformaron en muecas de terror. Sus bocas se abrieron en mudos gritos. Se volvieron y echaron a correr, atropellándose y tropezando unas con otras. Azir asistió a los últimos instantes de su pueblo sumido en un silencio desesperado.

Una oleada de energía invisible los aniquiló y los redujo a polvo arrastrado por el viento. ¿Qué había salido mal en el ritual de Ascensión para que se desencadenase aquella catástrofe? Azir afianzó su determinación. Su paso se tornó más decidido. Al llegar a la base de la Escalera de la Ascensión comenzó a subir los peldaños de cinco en cinco.

Solo sus soldados de más confianza, los sacerdotes y los miembros de la familia real podían poner el pie en la Escalera. El camino estaba jalonado por réplicas de arena de sus súbditos más fieles, cuyos rostros alzados, encogidos en una mueca, sollozaban en silencio antes de que también a ellos se los llevara el viento.

Azir echó a correr con inhumana celeridad mientras sus garras, hundidas en la piedra, dejaban surcos allí donde se posaban. A ambos lados se alzaban figuras de arena que se destruían a su paso.

Llegó a la cima. Allí estaba el último grupo de testigos: sus sirvientes personales, sus consejeros y los sumos sacerdotes. Su familia.

Azir cayó de rodillas. Su familia, recreada con perfecto y desgarrador detalle, se encontraba frente a él. Su esposa, encinta. Su tímida hija, cogida a la mano de su madre. Su espigado hijo, ya a las puertas de la edad adulta.

Horrorizado, Azir vio cómo cambiaban sus rostros. Aunque sabía lo que iba a suceder, no fue capaz de apartar la mirada. Su hija ocultó el rostro entre los pliegues del vestido de su esposa. Su hijo echó mano a la espada mientras profería un grito de desafío. Su esposa… abrió los ojos de par en par, llena de pesar y desesperación.

Una fuerza invisible los convirtió en polvo.

Era demasiado, pero ni una sola lágrima acudió a los ojos de Azir. Su forma Ascendida le había privado para siempre de esta sencilla demostración de pesar. Con el corazón apesadumbrado, se obligó a ponerse en pie. La pregunta seguía siendo cómo había logrado sobrevivir su linaje, pues sin duda así era.

El eco final aguardaba.

Avanzó hasta encontrarse a un paso del estrado y contempló la escena, recreada para él por las arenas.

Se vio a sí mismo en forma mortal, elevado en el aire bajo el disco solar, con los brazos abiertos de par en par y la espalda arqueada. Recordó aquel momento. El poder lo atravesó, imbuyó su ser y lo inundó de fuerza divina.

Una nueva figura se formó en la arena. Su consejero más próximo, su mago, Xerath.

Su amigo musitó una palabra. Azir se vio estallar en mil pedazos, como si estuviera hecho de cristal, y transformarse en infinitos granos de arena.

—Xerath —dijo con un hilo de voz.

La expresión del traidor era insondable, pero Azir no pudo ver otra cosa que la cara de un asesino.

¿De dónde procedía tanto odio? Azir nunca había reparado en su existencia.

La imagen de arena de Xerath se elevó en el aire mientras el disco solar canalizaba las energías hacia su ser. La guardia de élite del emperador se abalanzó sobre él, pero ya era demasiado tarde.

Un brutal estallido de poder disolvió el último instante de Shurima. Azir quedó solo entre los ecos agonizantes de su pasado.

Eso era lo que había destruido a su pueblo.

Se volvió al mismo tiempo que, sobre él, los primeros rayos del nuevo día recaían sobre el disco solar. Había visto suficiente. La imagen de arena del transformado Xerath se desmoronó a su espalda.

Los rayos del sol se reflejaban sobre la inmaculada armadura dorada de Azir. En aquel instante, supo que el traidor aún vivía. Sintió la esencia del mago en el mismo aire que respiraba.

Levantó una mano y un ejército de guerreros de élite se alzó de las arenas, al pie de la Escalinata de la Ascensión.

—Xerath —dijo con voz teñida de rabia—. Tus crímenes no quedarán sin castigo.

Azir caminaba sobre los dorados adoquines del Camino del Emperador. Las inmensas estatuas de los primeros señores de Shurima —sus antepasados— lo contemplaban.

La luz suave y umbría del primer amanecer envolvía la ciudad. Las estrellas más grandes seguían brillando en el cielo, aunque la salida del sol no tardaría en enmascarar su luz. El firmamento nocturno no era como Azir lo recordaba. Las estrellas y las constelaciones no estaban en su sitio. Habían pasado milenios.

A cada paso que daba, la gruesa vara imperial repicaba con una solitaria nota, cuyo eco resonaba entre las vacías calles de la capital.

La última vez que recorriese aquel camino, una guardia de honor de 10 000 guerreros de élite lo seguía y los gritos de aliento de la multitud habían sacudido la ciudad. Iba a ser su gran momento de gloria… y se lo habían arrebatado.

Ahora era solo una ciudad de fantasmas. ¿Qué había sido de su pueblo?

Con un gesto autoritario, ordenó a las arenas que había junto al camino que se alzaran y formaran estatuas vivientes. Era una visión del pasado, los ecos de Shurima dotados de forma.

Las figuras de arena miraban hacia delante, hacia el inmenso disco solar que flotaba sobre el Estrado de la Ascensión, a media legua de distancia. Seguía allí, proclamando la gloria y el poder del imperio de Azir aunque no quedara nadie para verlo. La hija de Shurima que lo había despertado, última custodia de su linaje, había desaparecido. La sintió en el desierto. Estaban unidos por la sangre.

Mientras seguía avanzando por el Camino del Emperador, las réplicas de arena de sus súbditos señalaron el disco solar y sus expresiones de dicha se transformaron en muecas de terror. Sus bocas se abrieron en mudos gritos. Se volvieron y echaron a correr, atropellándose y tropezando unas con otras. Azir asistió a los últimos instantes de su pueblo sumido en un silencio desesperado.

Una oleada de energía invisible los aniquiló y los redujo a polvo, arrastrado por el viento. ¿Qué había salido mal en el ritual de Ascensión para que se desencadenase aquella catástrofe?

Azir afianzó su determinación. Su paso se tornó más decidido. Al llegar a la base de la Escalera de la Ascensión comenzó a subir los peldaños de cinco en cinco.

Solo sus soldados de más confianza, los sacerdotes y los miembros de la familia real podían poner el pie en la Escalera. El camino estaba jalonado por réplicas de arena de sus súbditos más fieles, cuyos rostros alzados, encogidos en una mueca, sollozaban en silencio antes de que también a ellos se los llevara el viento.

Azir echó a correr con inhumana celeridad mientras sus garras, hundidas en la piedra, dejaban surcos allí donde se posaban. A ambos lados se alzaban figuras de arena que se destruían a su paso.

Llegó a la cima. Allí estaba el último grupo de testigos: sus sirvientes personales, sus consejeros y los sumos sacerdotes. Su familia.

Azir cayó de rodillas. Su familia, recreada con perfecto y desgarrador detalle, se encontraba frente a él. Su esposa, encinta. Su tímida hija, cogida a la mano de su madre. Su espigado hijo, ya a las puertas de la edad adulta.

Horrorizado, Azir vio cómo cambiaban sus rostros. Aunque sabía lo que iba a suceder, no fue capaz de apartar la mirada. Su hija ocultó el rostro entre los pliegues del vestido de su esposa. Su hijo echó mano a la espada mientras profería un grito de desafío. Su esposa… abrió los ojos de par en par, llena de pesar y desesperación.

Una fuerza invisible los convirtió en polvo.

Era demasiado, pero ni una sola lágrima acudió a los ojos de Azir. Su forma Ascendida le había privado para siempre de esta sencilla demostración de pesar. Con el corazón apesadumbrado, se obligó a ponerse en pie. La pregunta seguía siendo cómo había logrado sobrevivir su linaje, pues sin duda así era.

El eco final aguardaba.

Avanzó hasta encontrarse a un paso del estrado y contempló la escena, recreada para él por las arenas.

Se vio a sí mismo en forma mortal, elevado en el aire bajo el disco solar, con los brazos abiertos de par en par y la espalda arqueada. Recordó aquel momento. El poder lo atravesó, imbuyó su ser y lo inundó de fuerza divina.

Una nueva figura se formó en la arena. Su consejero más próximo, su mago, Xerath.

Su amigo musitó una palabra. Azir se vio estallar en mil pedazos, como si estuviera hecho de cristal, y transformarse en infinitos granos de arena.

—Xerath —dijo con un hilo de voz.

La expresión del traidor era insondable, pero Azir no pudo ver otra cosa que la cara de un asesino.

¿De dónde procedía tanto odio? Azir nunca había reparado en su existencia.

La imagen de arena de Xerath se elevó en el aire mientras el disco solar canalizaba las energías hacia su ser. La guardia de élite del emperador se abalanzó sobre él, pero ya era demasiado tarde.

Un brutal estallido de poder disolvió el último instante de Shurima. Azir quedó solo entre los ecos agonizantes de su pasado.

Eso era lo que había destruido a su pueblo.

Se volvió al mismo tiempo que, sobre él, los primeros rayos del nuevo día recaían sobre el disco solar. Había visto suficiente. La imagen de arena del transformado Xerath se desmoronó a su espalda.

Los rayos del sol se reflejaban sobre la inmaculada armadura dorada de Azir. En aquel instante, supo que el traidor aún vivía. Sintió la esencia del mago en el mismo aire que respiraba.

Levantó una mano y un ejército de guerreros de élite se alzó de las arenas, al pie de la Escalinata de la Ascensión.

—Xerath —dijo con voz teñida de rabia—. Tus crímenes no quedarán sin castigo.

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