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1° Historia

Feroz y elegante, el carisma y la gracia de Elise atraen a los inocentes y a los codiciosos, que caen en su red de engaño. Aunque sus víctimas llegan a descubrir sus verdaderas intenciones, nadie ha vivido para contar los oscuros secretos que oculta tras su enigmático aspecto.

En pasillos oscuros, oculta de la sociedad, Elise difundió la historia de una mítica diosa araña. Sus desesperados seguidores ansiaban ganarse la aprobación de la diosa, creyendo que sus bendiciones eran la fuente del poder y la fuerza de Elise. Cuando Elise anunció que los llevaría en un peregrinaje hasta el santuario de la diosa araña, seleccionó sólo a sus discípulos más devotos para que la acompañaran. Los elegidos, extasiados, la siguieron a ciegas mientras los llevaba en un peligroso viaje a través del mar. Cuando llegaron a las costas de su destino final, las misteriosas Islas de la Sombra, Elise los guió hacia una caverna llena de telarañas. El grupo, que se esperaba un santuario, miró confuso a su sacerdotisa. Se volvió hacia ellos y alzó sus brazos triunfalmente, revelando las extrañas patas de araña que le salían de la espalda. Al ver su terrorífico aspecto real por primera vez, los seguidores de Elise intentaron dar la vuelta y huir, pero ella conjuró telarañas mágicas para atraparlos. Tras atrapar a sus víctimas, se giró para mirar hacia la cueva y emitió un intenso chillido. Una enorme araña no muerta surgió de la oscuridad, arrastrando su horrible masa con finas y puntiagudas patas. Los seguidores de Elise tan solo podían gritar mientras la monstruosa araña los comía vivos. Se acercó a la criatura saciada, extrajo su veneno y bebió la extraña sustancia. Una inmediata sensación de rejuvenecimiento fluyó por sus venas. Elise había eludido una vez más la mortalidad y regresó junto con su congregación. Se mostraron muy felices de saber que sus compañeros habían sido elegidos para permanecer en el hogar sagrado de la diosa araña. Elise aseguró a sus discípulos que muy pronto llevaría a otro grupo en ese peregrinaje. La diosa araña los estaría esperando.

Los que tengan auténtica fe no deberán temer el abrazo de la araña. ―Elise

2° Historia

El carisma y la gracia de Elise ocultan el corazón negro e inmisericorde de una depredadora letal. Dueña de una implacable astucia, tienta a los incautos prometiéndoles el favor de la diosa araña. Sacrificó su humanidad para transformarse en algo mucho más siniestro y ahora sacrifica igualmente a los inocentes para preservar su poder y una juventud aparentemente eterna. Nadie sabe cuántos han caído en sus redes y han sido asesinados para saciar su insaciable apetito.

El carisma y la gracia de Elise ocultan el corazón negro e inmisericorde de una depredadora letal. Dueña de una implacable astucia, tienta a los incautos prometiéndoles el favor del dios araña. Sacrificó su humanidad para transformarse en algo mucho más siniestro y ahora sacrifica igualmente a los inocentes para preservar su poder y una juventud aparentemente eterna. Nadie sabe cuántos han caído en sus redes y han sido asesinados para saciar su insaciable apetito.

Historia

"La belleza es otra forma de poder, capaz de golpear más fuerte que cualquier espada."

Elise es una letal depredadora que mora en un palacio sin luz ni ventanas, en lo más hondo del Bastión Inmortal de Noxus. En su día fue una mujer mortal, señora de una casa poderosa, pero la picadura de un malvado dios araña la transformó en una criatura hermosa, inmortal y totalmente inhumana. Elise se aprovecha de inocentes para mantener su eterna juventud y hay pocos que sean capaces de resistirse a sus encantos.

La dama Elise nació hace muchos siglos en el seno de la casa Kythera, una antigua y poderosa familia de Noxus, donde descubrió muy pronto lo útil que resulta la belleza para influir sobre las mentes débiles. Al llegar a la mayoría de edad, decidió contraer matrimonio con el heredero de la casa Zaavan, con la idea de acrecentar el poder de la suya. Muchos Zaavan se oponían al enlace, pero Elise engañó a su futuro marido y manipuló a sus detractores para asegurarse de que el enlace se produjera.

Tal como había previsto, su influencia sobre su nuevo esposo se demostró considerable. La casa Zaavan creció en poder, lo que a su vez facilitó el ascenso de la estrella de los Kythera. El marido de Elise era la cara visible de su casa, pero quienes conocían los entresijos de la pareja sabían quién ostentaba el poder en realidad. Al principio, su marido aceptó este hecho, pero con el paso de los años fue incubando un creciente descontento al ver que se convertía en la comidilla de las familias noxianas.

Finalmente, su resentimiento se convirtió en un rencor amargo, hasta que una noche, durante la cena, en medio de su habitual atmósfera de frialdad, reveló a su esposa que le había envenenado el vino. Acto seguido le expuso sus condiciones: si se retiraba del mundo y permitía que él se hiciera con las riendas del poder, le daría el antídoto. Si no, la dejaría morir de manera lenta y dolorosa. Con cada inhalación, el veneno hacía su funesta obra e iba disolviendo la carne y los huesos de Elise desde dentro. Convencida de que él llevaría el antídoto encima, Elise se guardó entre la ropa un cuchillo afilado y empezó a interpretar el papel de la esposa arrepentida. Lloró y suplicó a su marido que la perdonara, utilizando todas sus argucias para acercarse a él sin alertarlo de sus intenciones. Y mientras tanto, el veneno iba deformando su carne con grotescas lesiones y llenando sus miembros de agonía.

Cuando por fin llegó a su lado, su marido comprendió —demasiado tarde— hasta qué punto había subestimado su aversión. Elise se abalanzó sobre él, le atravesó el corazón con el cuchillo y retorció lentamente la hoja para matarlo. Tal como había supuesto, llevaba encima el antídoto, pero el daño ya estaba hecho. Su rostro había quedado monstruosamente desfigurado, cubierto de grotescos cardenales y carne necrosada, como un cadáver dotado de una espantosa vida.

Elise se había convertido así en la señora de la casa Zaavan y, debido a la naturaleza de la política noxiana, recibió toda clase de alabanzas por haber cercenado un miembro débil para el imperio. Sin embargo, las ideas de la belleza y el poder estaban tan entrelazadas en su interior que abandonó la vida pública y empezó a cubrirse el rostro con un velo. Renunció a la luz de día y expulsó a todos sus aliados y peticionarios, con lo que su antaño poderosa casa inició un lento descenso hacia la oscuridad. Elise paseaba sola por los vacíos pasillos de su palacio, convertida en una moradora de la oscuridad que solo se aventuraba más allá de sus elevados muros al amparo de la noche.

En el transcurso de uno de estos paseos nocturnos, otra mujer cubierta por un velo se acercó a ella y, tras ponerle en la mano un sello de cera con forma de rosa negra, le susurró que la Mujer Pálida sí sabría valorar sus talentos. Elise prosiguió su camino, pero cuando se encontraba ya a unos pasos, el eco de la voz de la mujer resonó tras ella con la promesa de devolverle toda su belleza. A pesar de que sabía que era absurdo, la vanidad y la esperanza de volver a ser la que era inflamaron su curiosidad. Durante semanas recorrió las calles de la ciudad, hasta que volvió a dar con el sello de la rosa negra, grabado sobre un arco sombrío que conducía a las catacumbas de Noxus.

El rastro de símbolos ocultos la llevó hasta la Rosa Negra, una sociedad secreta donde aquellos que estudiaban la magia negra compartían secretos y saber oculto. Oculta bajo su velo, Elise se convirtió en una visitante habitual y no tardó en entablar una estrecha relación con la Mujer Pálida, una criatura de belleza atemporal dotada de gran poder. Abrazó las costumbres de la sociedad secreta, pero sin dejar de buscar lo que le habían prometido: su perdida belleza.

La Mujer Pálida le habló de un lugar encantado conocido como las Islas de la Sombra y de una athame con hoja en forma de serpiente que había pertenecido a uno de sus acólitos, muerto en la madriguera de un voraz dios arácnido. La daga estaba imbuida de una poderosa magia y si alguien la recuperaba para ella, la utilizaría para devolverle a Elise su belleza. Elise aceptó la propuesta al instante y, acompañada por un grupo de devotos de la Rosa Negra, decidió partir hacia las islas, a pesar de saber que un premio como aquel tendría un precio sangriento.

Encontró a un capitán desesperado y acogotado por las deudas, dispuesto a llevar a su grupo de peregrinos al otro lado del mar. Su barco navegó durante semanas hasta que una isla de accidentado contorno apareció tras unos bancos de neblina negra. Elise desembarcó en una playa de arena cenicienta y condujo a sus seguidores hacia las profundidades malditas de la isla, como un rebaño de corderos al matadero. Los malévolos espíritus de la isla se llevaron a muchos, pero cuando por fin llegaron a la madriguera cubierta de telarañas del dios araña aún quedaban seis con vida.

Una hinchada y monstruosa criatura hecha de quitina y colmillos salió de la oscuridad y comenzó a devorar a los horrorizados viajeros. Mientras sus compañeros morían o quedaban inmovilizados en la telaraña, Elise vio la daga que buscaba la Mujer Pálida en la mano de un cadáver reseco. Logró alcanzarla al mismo tiempo que el dios araña le clavaba los ponzoñosos colmillos en el hombro. Elise cayó de bruces y la hoja del athame le atravesó el corazón. Su poderosa magia la inundó y, al mezclarse con el letal veneno, desencadenó terribles transformaciones en su cuerpo. El veneno, acrecentado por el poder de la magia, alteró su carne y transformó a Elise en una criatura aún más hermosa que antes. Sus cicatrices desaparecieron y su piel se volvió inmaculada como la porcelana, pero el veneno del dios tenía sus propios planes. La espalda de Elise se estremeció con un movimiento ondulante al tiempo que le brotaban de la carne unas patas de araña.

Elise se levantó, jadeante por la agonía de la transformación, y se encontró con que el dios araña se erguía sobre ella. Un poder compartido fluyó entre ambos y comprendieron al instante cómo podrían beneficiarse de aquella simbiosis inesperada. Elise regresó a la nave sin que la molestaran los espíritus de la isla y partió rumbo a Noxus. Al llegar al puerto, en mitad de la noche, era la única criatura viva que quedaba a bordo.

Devolvió el athame a la líder de la Rosa Negra, a pesar de que la Mujer Pálida le advirtió de que la magia que mantenía su renovada belleza terminaría por desvanecerse. Las dos sellaron un pacto: la Rosa Negra proporcionaría a Elise acólitos para ofrecérselos al dios araña y ella, a cambio, les entregaría cualquier reliquia de poder que encontrase en la isla.

Elise volvió a instalarse en las desiertas estancias de la casa Zaavan, donde se hizo famosa como una criatura hermosa pero totalmente inalcanzable. Nadie sospechaba su auténtica naturaleza, aunque corrían curiosos rumores sobre ella, delirantes relatos sobre su inmortal belleza o la aterradora criatura cuya madriguera, según se decía, se encontraba en lo alto de su ruinoso y polvoriento palacio.

Han pasado siglos desde su primera visita a las Islas de la Sombra y, cada vez que Elise encuentra el menor rastro de blanco en su cabello o una pata de gallo en sus ojos, marcha a la Rosa Negra en busca de incautos que se dejen arrastrar al tenebroso archipiélago. Ninguno de sus acompañantes regresa nunca y se dice que ella vuelve de cada viaje rejuvenecida y con nuevas fuerzas, portando una nueva reliquia para la Mujer Pálida.

HEBRAS DE SEDA

Al cabo de semanas en el océano, Markus se sentía mareado y débil, así que se alegraba de volver a estar en tierra firme. La senda que partía de la costa de basalto era resbaladiza y traicionera, como si estuviera cubierta de aceite. Los retorcidos árboles que la jalonaban estaban marchitos y ennegrecidos, y de su corteza, cubierta por lo que parecían arañazos de algún animal aterrorizado, brotaba una savia amarillenta. Entre ellos titilaba una luz débil, similar a los fuegos fatuos que, en las ciénagas, atraían a los espíritus incautos a una muerte segura. De sus ramas pendían lo que parecían doseles de muselina hecha jirones, pero, al cabo de unos instantes, Markus se dio cuenta de que eran telarañas.

A ambos lados de la senda, unos helechos nudosos coagulaban la maleza, estremecida apenas por el paso de unas criaturas invisibles que seguían su avance por el bosque. Puede que las ratas que infestaban el barco los hubieran seguido hasta allí. Markus no había visto el menor rastro de ellas, más allá del fugaz atisbo de algún cuerpo hinchado de pelo negro o el ruido de sus uñas sobre la madera. Y nunca había logrado desprenderse de la sensación de que aquellas ratas tenían más patas de las que les correspondían.

El aire de la isla estaba impregnado de humedad y tanto la túnica como las delicadas botas a medida que llevaba parecían mojadas. Se llevó un aromático pomelo a la nariz, pero apenas consiguió disimular un poco el hedor de la isla, parecido al que llegaba desde los mataderos que había más allá de las murallas de Noxus cuando soplaba la brisa desde el océano. Al acordarse de su patria sintió una fugaz punzada de desasosiego. Los placeres vividos en las catacumbas bajo la ciudad habían supuesto una emoción deliciosamente ilícita, una recompensa por seguir el secreto símbolo de la flor de pétalos negros. Entre sus sepulcros oscuros, sus camaradas y él se congregaban como devotos.

Para encontrarse con ella.

Dirigió la mirada hacia delante, con la esperanza de vislumbrar a la fascinante mujer cuyas palabras los habían llevado hasta allí. Por un instante, en medio de la niebla, asomó un destello de seda carmesí y Markus pudo atisbar el bamboleo de unas caderas, antes de que la neblina que flotaba entre los árboles volviera a tragárselos. Había escuchado con emoción los sermones de la mujer sobre su ancestral deidad y había sentido una dicha abrumadora al saber que era uno de los elegidos para acompañarla en su peregrinaje. Cuando habían embarcado en la pesada nave a medianoche, bajo la mirada impasible del mudo y embozado timonel, se les había antojado una gran aventura, pero su entusiasmo había ido remitiendo a medida que se alejaban de Noxus.

Markus se detuvo un momento para volver la mirada hacia la senda. Los otros peregrinos marchaban con los ojos vacíos, como ganado de camino al matadero. ¿Qué les pasaba? Tras ellos venía el timonel, deslizándose sobre el camino como si sus pies no lo tocaran. Su túnica se estremecía con un movimiento ondulante y Markus sintió que la idea de encontrarse cerca de aquella figura repelente le inspiraba un miedo casi asfixiante.

Al volverse, se encontró cara a cara con ella.

—Elise —dijo, y el aliento se le quedó atrapado en la garganta. Instintivamente, sintió el impulso de apartarla y escapar de aquel lugar espantoso, pero la embriaguez de su siniestra belleza se tragó estas ideas. El sentimiento de repulsión pasó tan deprisa que se preguntó si lo había experimentado en realidad.

—Markus —dijo ella, y el sonido de su nombre en sus labios fue tan fascinante que le provocó una descarga de placer por toda la columna. Su belleza lo dejó paralizado, incapaz de hacer otra cosa que deleitarse con todos y cada uno de los detalles de su perfecta figura. Sus rasgos, enmarcados por una lustrosa cabellera carmesí, eran angulosos y marcados, como los de una chica de alta cuna que había conocido antaño. Unos labios carnosos y unos ojos de siniestro brillo lo atrajeron aún más al interior de su telaraña, con la promesa de placeres aún por llegar. Una capa de piel de tigre de dientes de sable, sujeta por un broche de ocho patas, ceñía sus hombros redondeados. Una trepidación sutil la recorría, a pesar de la ausencia de brisa.

—¿Sucede alguna cosa, Markus? —le preguntó. La calidez de su voz aplacó los miedos de este como un bálsamo—. Necesito que estés en paz. Estás en paz, ¿verdad, Markus?

—Sí, Elise —respondió él—. Lo estoy.

—Bien. Me entristecería que no estuvieras en paz cuando falta tan poco.

La idea de disgustarla le provocó a Markus una punzada de pánico, y cayó de rodillas. Rodeó con los brazos las piernas de Elise, miembros esbeltos y blancos como el alabastro, fríos y suaves al tacto.

—Como deseéis, mi señora —dijo.

Elise lo miró y sonrió. Por un instante, a Markus le pareció entrever algo alargado, fino y lustroso bajo la capa. Se movía de una manera repulsiva y antinatural, pero le dio igual. Elise le puso bajo la barbilla una uña afilada y negra como la obsidiana y lo hizo levantarse. Un fino reguero de sangre resbaló por el cuello de Markus, pero lo ignoró mientras ella se volvía y lo invitaba a seguirla.

Él fue con ella; todo pensamiento que no fuese el de complacerla se había esfumado como humo arrastrado por el viento. Los árboles empezaron a ralear, hasta que el camino desembocó frente a una pared de roca, grabada con unos símbolos ancestrales y desgastados por el tiempo. Al verlos, Markus sintió que le lloraban los ojos. En la base de la pared se abría una siniestra gruta como unas crueles fauces y al verla, tuvo la sensación de que su certeza vacilaba frente a un terror repentino que había despertado en sus entrañas.

Elise lo invitó a entrar y Markus fue incapaz de resistirse.

El interior de la caverna estaba antinaturalmente oscuro y caluroso, y un hedor similar al de los restos de la mesa de un carnicero flotaba en él. En la cabeza de Markus, una voz le gritaba que echara a correr, que se alejara todo lo posible de aquel espantoso lugar, pero sus pies traicioneros siguieron llevándolo al interior de la cueva. Una gota procedente del techo le cayó en la mejilla, provocándole un dolor repentino y ardiente que hizo que se encogiese. Levantó la mirada y allí, en la oscuridad, vislumbró suspendidas unas formas pálidas como gusanos, que se estremecían con frenética impotencia. En la traslúcida superficie de la telaraña reciente, un rostro humano gritaba con mudo espanto tratando de escapar de sus asfixiantes y sedosas cadenas.

—¿Qué lugar es este? —preguntó al mismo tiempo que caían los velos del engaño que lo habían envuelto hasta entonces.

—Mi templo, Markus —dijo Elise mientras se llevaba una mano al broche de ocho patas y dejaba caer la capa—. La madriguera del dios araña.

Al encoger los hombros, dos pares de finas extremidades quitinosas brotaron de la carne de su espalda: largas, oscuras y terminadas en afiladas garras. Levantaron a Elise en vilo al mismo tiempo que una masa grotesca e hipertrofiada se movía en la oscuridad, tras ella. Unas patas colosales impulsaron el cuerpo corrompido hacia delante, mientras la tenue luz del exterior se reflejaba sobre las infinitas facetas de sus ojos.

El cuerpo de la araña era enorme y estaba cubierto de pelo y de una capa de húmedas excrecencias mutantes. El terror de aquella forma de pesadilla desvaneció los últimos vestigios del influjo de Elise sobre Markus, quien huyó hacia la boca de la cueva seguido por el cruel tintineo de sus carcajadas. Unas hebras de pegajosa telaraña cayeron sobre la roca, junto a él. La glutinosa sustancia se adhirió a sus miembros y comenzó a ralentizarlo. Oyó el chasquido de los miembros ganchudos que lo perseguían y, ante la idea de volver a entrar en contacto de aquel ser, comenzó a sollozar. Pero entonces cayeron sobre él nuevas hebras de telaraña, al mismo tiempo que algo afilado, con pavorosa rapidez, lo ensartaba por el hombro. Markus cayó de rodillas y sintió que el veneno paralizante empezaba a extenderse por su cuerpo y lo encerraba en la prisión de su propia carne.

Una sombra cayó sobre él y vio al mudo timonel con los brazos estirados. La capucha que llevaba cayó y Markus lanzó un alarido al ver que no se trataba de un hombre, sino de una temblorosa colonia de innumerables arañas con forma de tal. Saltaron por millares sobre él y sofocaron sus chillidos al introducirse por su boca, invadir sus oídos y excavar en el interior de sus cuencas oculares.

Elise apareció a su lado, sostenida en alto por los miembros articulados de su espalda. Ya no era hermosa, ni humana. En sus facciones brillaba un hambre voraz que nunca podría saciarse. La forma gigantesca de su monstruoso dios araña levantó a Markus del suelo con sus afiladas mandíbulas.

—Ahora tienes que morir, Markus —dijo Elise.

—¿Por qué? —preguntó él con su último aliento.

Elise sonrió y al hacerlo dejó ver una dentadura hecha de colmillos afilados como navajas.

—Para que yo pueda vivir.

"La belleza es otra forma de poder, capaz de golpear más fuerte que cualquier espada".

Elise es una letal depredadora que mora en un palacio sin luz ni ventanas, en lo más hondo del Bastión Inmortal de Noxus. En su día fue una mujer mortal, señora de una casa poderosa, pero la picadura de un malvado dios araña la transformó en una criatura hermosa, inmortal y totalmente inhumana. Elise se aprovecha de inocentes para mantener su eterna juventud y muy pocos son capaces de resistirse a sus encantos.

La dama Elise nació hace muchos siglos en el seno de la casa Kythera, una antigua y poderosa familia de Noxus, donde descubrió muy pronto lo útil que resulta la belleza para influir sobre las mentes débiles. Al llegar a la mayoría de edad, decidió contraer matrimonio con el heredero de la casa Zaavan, con la idea de acrecentar el poder de la suya. Muchos Zaavan se oponían al enlace, pero Elise engañó a su futuro marido y manipuló a sus detractores para asegurarse de que el enlace se llevara a cabo.

Tal como había previsto, su influencia sobre su nuevo esposo probó ser considerable. La casa Zaavan creció en poder, lo que a su vez facilitó el ascenso de la estrella de los Kythera. El marido de Elise era la cara visible de su casa, pero quienes conocían los entresijos de la pareja sabían quién ostentaba el poder en realidad. Al principio, su marido aceptó este hecho, pero con el paso de los años fue incubando un creciente descontento al ver que se convertía en la comidilla de las familias noxianas.

Finalmente, su resentimiento se convirtió en un rencor amargo, hasta que una noche, durante la cena, en medio de su habitual atmósfera de frialdad, reveló a su esposa que le había envenenado el vino. Acto seguido le expuso sus condiciones: si se retiraba del mundo y permitía que él se hiciera con las riendas del poder, le daría el antídoto. Si no, la dejaría morir de manera lenta y dolorosa. Con cada inhalación, el veneno hacía su funesta obra e iba disolviendo la carne y los huesos de Elise desde dentro. Convencida de que él llevaría el antídoto encima, Elise palpó entre su ropa un cuchillo afilado y empezó a interpretar el papel de la esposa arrepentida. Lloró y suplicó a su marido que la perdonara, utilizando todas sus argucias para acercarse a él sin alertarlo de sus intenciones. Y mientras tanto, el veneno iba deformando su carne con grotescas lesiones y llenando sus miembros de agonía.

Cuando por fin llegó a su lado, su marido comprendió —demasiado tarde— hasta qué punto había subestimado su aversión. Elise se abalanzó sobre él, le atravesó el corazón con el cuchillo y retorció lentamente la hoja para matarlo. Tal como había supuesto, llevaba encima el antídoto, pero el daño ya estaba hecho. Su rostro había quedado monstruosamente desfigurado, cubierto de grotescos cardenales y carne necrosada, como un cadáver dotado de una espantosa vida.

Elise se había convertido así en la señora de la casa Zaavan y, debido a la naturaleza de la política noxiana, recibió toda clase de alabanzas por haber cercenado a un miembro débil para el imperio. Sin embargo, las ideas de la belleza y el poder estaban tan entrelazadas en su interior que abandonó la vida pública y empezó a cubrirse el rostro con un velo. Renunció a la luz de día y expulsó a todos sus aliados y peticionarios, con lo que su antaño poderosa casa inició un lento descenso hacia la oscuridad. Elise acostumbraba pasear sola por los vacíos pasillos de su palacio, convertida en una moradora de la oscuridad que solo se aventuraba más allá de sus elevados muros al amparo de la noche.

En el transcurso de uno de estos paseos nocturnos, otra mujer cubierta por un velo se acercó a ella y, tras ponerle en la mano un sello de cera con forma de rosa negra, le susurró que la Mujer Pálida sí sabría valorar sus talentos. Elise prosiguió su camino, pero cuando se encontraba ya a unos pasos, el eco de la voz de la mujer resonó tras ella con la promesa de devolverle toda su belleza. A pesar de que sabía que era absurdo, la vanidad y la esperanza de volver a ser la que era inflamaron su curiosidad. Durante semanas recorrió las calles de la ciudad, hasta que volvió a dar con el sello de la rosa negra, grabado sobre un arco sombrío que conducía a las catacumbas de Noxus.

El rastro de símbolos ocultos la llevó hasta la Rosa Negra, una sociedad secreta donde aquellos que estudiaban la magia negra compartían secretos y saber oculto. Escondida bajo su velo, Elise se convirtió en una visitante habitual y no tardó en entablar una estrecha relación con la Mujer Pálida, una criatura de belleza atemporal dotada de gran poder. Abrazó las costumbres de la sociedad secreta, pero sin dejar de buscar lo que le habían prometido: su perdida belleza.

La Mujer Pálida le habló de un lugar encantado conocido como las Islas de las Sombras y de una athame con hoja en forma de serpiente que había pertenecido a uno de sus acólitos, muerto en la madriguera de un voraz dios arácnido. La daga estaba imbuida de una poderosa magia y si alguien la recuperaba para ella, la utilizaría para devolverle a Elise su belleza. Elise aceptó la propuesta al instante y, acompañada por un grupo de devotos de la Rosa Negra, decidió partir hacia las islas, a pesar de saber que un premio como aquel tendría un precio sangriento.

Encontró a un capitán desesperado y acogotado por las deudas, dispuesto a llevar a su grupo de peregrinos al otro lado del mar. Su barco navegó durante semanas hasta que una isla de accidentado contorno apareció tras unos bancos de niebla negra. Elise desembarcó en una playa de arena cenicienta y condujo a sus seguidores hacia las profundidades malditas de la isla, como un rebaño de corderos al matadero. Los malévolos espíritus de la isla se llevaron a muchos, pero cuando por fin llegaron a la madriguera cubierta de telarañas del dios arácnido aún quedaban seis con vida.

Una hinchada y monstruosa criatura hecha de quitina y colmillos salió de la oscuridad y comenzó a devorar a los horrorizados viajeros. Mientras sus compañeros morían o quedaban inmovilizados en la telaraña, Elise vio la daga que buscaba la Mujer Pálida en la mano de un cadáver reseco. Logró alcanzarla al mismo tiempo que el dios araña le clavaba los ponzoñosos colmillos en el hombro. Elise cayó de bruces y la hoja del athame le atravesó el corazón. Su poderosa magia la inundó y, al mezclarse con el letal veneno, desencadenó terribles transformaciones en su cuerpo. El veneno, acrecentado por el poder de la magia, alteró su carne y transformó a Elise en una criatura aún más hermosa que antes. Sus cicatrices desaparecieron y su piel se volvió inmaculada como la porcelana, pero el veneno del dios tenía sus propios planes. La espalda de Elise se estremeció con un movimiento ondulante al tiempo que le brotaban de la carne unas patas de araña.

Elise se levantó, jadeante por la agonía de la transformación, y se encontró con que el dios araña se erguía sobre ella. Un poder compartido fluyó entre ambos y comprendieron al instante cómo podrían beneficiarse de aquella simbiosis inesperada. Elise regresó a la nave sin que la molestaran los espíritus de la isla y partió rumbo a Noxus. Al arribar al puerto, en mitad de la noche, era la única criatura viva que quedaba a bordo.

Devolvió el athame a la líder de la Rosa Negra, a pesar de que la Mujer Pálida le advirtió que la magia que mantenía su renovada belleza terminaría por desvanecerse. Las dos sellaron un pacto: la Rosa Negra proporcionaría a Elise acólitos para ofrecérselos al dios araña y ella, a cambio, les entregaría cualquier reliquia de poder que encontrase en la isla.

Elise volvió a instalarse en las desiertas estancias de la casa Zaavan, donde cobró fama como una criatura hermosa pero totalmente inalcanzable. Nadie sospechaba su auténtica naturaleza, aunque corrían curiosos rumores sobre ella, delirantes relatos sobre su inmortal belleza o la aterradora criatura cuya madriguera, según se decía, se encontraba en lo alto de su ruinoso y polvoriento palacio.

Han pasado siglos desde su primera visita a las Islas de las Sombras y, cada vez que Elise encuentra el menor rastro de blanco en su cabello o una pata de gallo en sus ojos, marcha a la Rosa Negra en busca de incautos que se dejen arrastrar al tenebroso archipiélago. Ninguno de sus acompañantes regresa nunca y se dice que ella vuelve de cada viaje rejuvenecida y con nuevas fuerzas, portando una nueva reliquia para la Mujer Pálida.

BARROTES DE SEDA

Aquellas semanas en el océano habían hecho que Markus se sintiera débil y mareado, por lo que se alegró mucho de volver a pisar tierra firme. El camino a la orilla de basalto era muy resbaladizo, lo que lo hacía traicionero. Los árboles torcidos y encorvados en todas direcciones parecían cáscaras ennegrecidas y miserables. Lloraban una savia amarillenta por donde aparentemente algún animal asustado había clavado sus garras. Entre los árboles se vislumbraba una tenue luz, que danzaba como las velas de los cadáveres cuyo brillo atraía a las almas incautas del pantano y las condenaba para siempre. En las ramas había algo parecido a hojas delgadas y mortecinas, y Markus tardó un momento en darse cuenta de que se trataba de telarañas.

El helecho obstruía la maleza en ambos lados del camino y en ocasiones se podía ver fugazmente la sombra de alguna criatura que se dirigía al bosque. Tal vez las ratas que habían infestado el barco los habían seguido incluso ahí. Markus no las había visto, como mucho intuido una veloz silueta de algo negro y peludo por un instante, u oído el sonido tan característico de unas garras al correr sobre madera. Siempre había pensado que, por el sonido, parecía que se tratara de criaturas con muchas más patas de las que se suponía que tenían.

El aire de aquella isla era inmensamente húmedo, y tanto su elegante túnica confeccionada a medida como sus botas estaban empapadas. La bola aromática que se llevó a la nariz no bastaba para camuflar el hedor de la isla, y le recordó al vertedero de cadáveres que había al otro lado de los muros de Noxus cuando el viento soplaba desde el océano. Al recordar su hogar, se sintió incómodo por un momento. Las aventuras de las catacumbas situadas bajo la ciudad le habían producido una placentera sensación de emoción ilícita, una recompensa por haber seguido el símbolo secreto de la flor de pétalos negros. En la oscuridad de los sepulcros, él y sus compañeros se reunieron, devotos.

Donde ella los aguardaba.

Alzó la vista, esperando ver a la seductora mujer cuyas palabras habían traído a tantos hombres a aquel lugar. Vio un destello de seda carmesí y el bamboleo de unas caderas antes de que la figura se adentrara en la espesa niebla. Los sermones sobre un dios ancestral lo llenaron de emoción, y cuando él y treinta hombres fueron elegidos para el peregrinaje, estaba extasiado de felicidad. Cuando embarcaron a medianoche y el timonero silencioso y encapuchado los miró, se sintió como en una épica aventura. Sin embargo, estar tan lejos de Noxus comenzaba a nublar su entusiasmo.

Markus se detuvo para mirar el camino por el que había venido. Sus compañeros peregrinos siguieron avanzando, empujando como ganado. ¿Qué les pasaba? Detrás de ellos iba el timonero, que se deslizaba por el camino casi como si sus pies apenas rozaran el suelo. Su ropaje ondulaba al son de su movimiento, y el miedo anidó en el corazón de Markus al estar cerca de él.

Cuando se giró, se encontró cara a cara con ella.

“Elise…”, dijo prácticamente sin aliento. Su instinto lo apremiaba a apartarla y salir corriendo de aquel horrible lugar, pero la intoxicación de su oscura belleza superaba el rechazo. Aquel sentimiento de repugnancia se desvaneció con tal rapidez que dudó de si la había sentido.

“Markus”, le contestó, y el sonido de su nombre en los labios de ella fue divino. Una oleada de placer le recorrió la columna. Su belleza lo atravesó, y saboreó cada detalle de su forma perfecta. Sus rasgos eran angulares y muy definidos, a lo que se sumaba un lustroso cabello escarlata como el de una chica de alta cuna que había conocido en el pasado. Sus labios carnosos y el brillo oscuro de sus ojos lo atrajeron más aún a su red con la promesa de un éxtasis inminente. Una capa negra y escarlata ceñida con un broche de ocho puntas cubría sus hombros, y ondeaba a pesar de que no había viento.

“¿Hay algún problema, Markus?”, preguntó. Su voz lo calmó como un bálsamo. “Necesito que estés en paz. ¿Lo estás, verdad, Markus?”

“Sí, Elise”, dijo. “Estoy en paz.”

“Bien. Me disgustaría saber que no estás en paz ahora que estamos tan cerca”.

La mera idea de no complacerla hizo que el pánico recorriera a Markus de arriba abajo, y que el joven cayera al suelo. Envolvió las piernas con sus brazos que, igual que el alabastro, eran pálidos, fríos y delicados.

“Lo que sea por mi señora”, dijo.

Ella bajó la vista para observarlo y sonrió. Por un instante a Markus le pareció ver algo largo, fino y brillante bajo la capa. El movimiento era antinatural y nauseabundo, pero le daba igual. Elise le puso una de sus afiladas uñas negras bajo la barbilla e hizo que se alzara de nuevo. Un riachuelo de sangre se abrió camino por su cuello, pero él lo ignoró y siguió a Elise, que había dado la vuelta y lo guiaba hacia delante.

Él la siguió, y en su mente no había más pensamiento que el de complacerla. Los árboles eran cada vez más delgados, y el camino terminaba en un acantilado. Al ver los símbolos escarbados, Markus sintió una punzada. Al pie del precipicio había una cueva que se asemejaba a unas fauces abiertas, y la determinación de Markus se desvaneció dejando paso al miedo.

Elise le indicó que entrara, y él no tuvo fuerzas para resistirse.

El interior de la cueva era extremadamente oscuro y hacía un calor sofocante. Aquella oleada de calor apestaba de un modo parecido al de un matadero. En su interior, una voz le gritaba que corriera, que se alejara tanto como pudiera de aquel lugar terrible, pero sus pies traicioneros lo llevaron aún más adentro. De repente sintió cómo caía una gota del techo y aterrizaba en su mejilla, y Markus se encogió de dolor, pues escocía. Miró hacia arriba y vio formas pálidas como larvas, colgadas y agitándose. En la superficie traslúcida de una telaraña recién tejida había una cara humana, y las redes acallaban sus gritos.

“¿Qué es este lugar?”, preguntó a la vez que se liberaba del velo del engaño.

“Este es mi templo, Markus”, dijo Elise, y se soltó el broche de ocho puntas para sacarse la capa. “Este es el cubil del dios de las arañas”.

Sus hombros se retorcieron, y dos extremidades se abrieron paso por su carne y le salieron por la espalda; eran largas, oscuras y cortantes. Elise se fundió con la oscuridad convertida en una grotesca masa abotargada. Sus piernas colosales inclinaron el cuerpo hacia delante, y la débil luz de la entrada de la cueva reflejó una miríada de facetas en sus ojos.

La araña formaba un bulto enorme, peludo y recubierto de tumores mutantes y viscosos. El terror de su aspecto de pesadilla rompió finalmente el hechizo de Markus, y este corrió hacia la entrada de la cueva con la risa de Elise retumbándole en los oídos. Cuanto más avanzaba, más hilos se le iban pegando y ralentizaban su avance. Cuando oyó el sonido de las garras en movimiento se supo perseguido, y sollozó al pensar en ella tocándolo. Tropezó con más hilos de sus redes, y sintió que algo lo agarraba por el hombro. Markus cayó de rodillas y el veneno paralizante comenzó a surtir efecto. Estaba encerrado en la cárcel de su propio cuerpo.

Una sombra se cernió sobre él; era el timonero, que alargaba los brazos. Markus gritó cuando su túnica cayó al suelo y reveló que en realidad no era un hombre, sino un sinfín de arañas agrupadas en forma de hombre. Miles de arañas cayeron sobre él, y sus gritos se fueron ahogando a medida que se introducían en su boca, sus oídos y sus ojos.

Elise se inclinó para observarlo desde el aire gracias a sus extremidades traseras. Ya no era hermosa, y menos aún humana. Sus rasgos reflejaban un hambre feroz que nunca sería saciado. La amenazadora forma de su monstruoso dios araña alzó a Markus del suelo con unas mandíbulas como cuchillas.

“Ahora tienes que morir, Markus”, dijo Elise.

“¿Por qué...?”, balbuceó con su último aliento.

Elise sonrió, con la boca repleta de colmillos como agujas.

“Para que yo pueda vivir.”

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